Con una lupa, guantes y Bata Blanca Ana Suárez, preserva objetos del pasado en el archivo general de la nación, en el edificio monumental diseñado por Rogelio Salmona de los corredores de Colombo Gales College, al norte de Bogotá, Ana Margarita Suárez Gutiérzz, siempre repetiría la misma idea: cuando el Baccalurreat, él termine, él estudiaría. Lo dije con la convicción de que solo los adolescentes que creen que tienen el futuro bajo control. Cuando era niño, se imaginaba con la bata blanca, los hospitales de gira, las vidas curativas. Pero la vida, caprichosa, tenía otros planes. Se graduó en 2000. Ese mismo año, todo lo que había planeado colapsó. Apareció a varias universidades para la medicina y no sucedió. Cuando finalmente logró aprobar los exámenes de admisión en una institución privada, se encontró con otro muro: sus padres no podían pagar los estudios. Era un sueño que parecía alcanzable y, de repente, se volvió inalcanzable. Restauradora Ana Margarita Suárez Gutiérrez El clima comenzó a correr sin rumbo. Durante un año, Ana Margarita probó todo para ocupar la mente y el bolsillo: dio clases de inglés a niños en el vecindario, traducida para un comerciante iraní que vino a las ferias de joyería en Bogotá, vendió postres en restaurantes en La Sabana, realizó tareas de arte en comisión e incluso cuidó a los niños en Panaca. Nada de eso estaba en sus planes, pero cada experiencia parecía empujarla hacia un lugar diferente. El giro final llegó de la manera más inesperada. Un profesor médico, un amor a su hermano mayor, sugirió estudiar la restauración, una carrera que apenas había escuchado. En ese momento no lo consideraba en serio, porque todavía soñaba con la medicina. Sin embargo, poco después de un tío suyo, Luis Gutiérrez, presentó a un amigo mexicano que lo cambiará todo: Rodolfo Vallín Magaña, uno de los restauradores más importantes de América Latina, pionera en Colombia y un maestro de generaciones. La visita a su taller fue como abrir una puerta desconocida. Entre lienzos, pigmentos y pinceles, Ana Margarita descubrió un mundo que no sabía que existía, uno en el que la ciencia se mezcló con el arte para devolver la vida al pasado. Ese encuentro la convenció de que tal vez el destino estaba dibujando un camino diferente. Ese mismo año decidió ingresar a la Universidad de Externado para estudiar la restauración. No fue fácil: la carrera era costosa, los materiales, especialmente los aceites, estaban lejos del presupuesto familiar. Pero por la fuerza del esfuerzo y la disciplina, cada semestre se resistió. Mientras que algunos de sus compañeros de clase se quejaron de los sacrificios, ella lo vivió como una segunda oportunidad. En 2009, después de casi una década de aprendizaje, se graduó. Su primer trabajo fue en el archivo general de la nación, haciendo diagnósticos de documentos históricos. Allí entendió que su oficio no era tan diferente del que había soñado cuando era niña: así como un médico sano, ella ayudó a sanar su memoria. Hoy, cuando mira hacia atrás, sabe que la medicina nunca llegó, pero que la restauración le permitió cumplir otra misión: preservar lo que parecía condenado a perderse. Y tal vez, en ese arte de devolver la vida a los dañados, encontró la mejor manera de ejercer su vocación para cuidar.





