una joya olvidada frente al embalse de Tominé

El misterioso internado abandonado de Sesquilé: una joya olvidada frente al embalse de Tominé

Frente al gigantesco embalse se derrumba el antiguo internado de Sesquilé, obra del arquitecto Fernando Martínez Sanabria que quiso dar cobijo a niños sin hogar. A la entrada de Sesquilé, en una ladera que mira al embalse de Tominé, se levanta una estructura que parece sobrevivir sólo por inercia. Lo que alguna vez fue un refugio para niños huérfanos por la violencia es hoy una ruina silenciosa. Las paredes, ennegrecidas por el tiempo, apenas guardan el recuerdo de la que fue una de las obras más queridas del arquitecto Fernando Martínez Sanabria. Lea también: La mansión abandonada que Víctor Carranza mandó construir en la cima de una montaña Martínez, uno de los grandes nombres de la arquitectura moderna en Colombia, diseñó este complejo en los años sesenta con un simple y noble propósito: brindar hogar y educación a los niños desplazados por la guerra. En su momento era un internado modélico, un lugar pensado no sólo para enseñar, sino para ofrecer refugio, con aulas abiertas a la luz de la meseta y dormitorios dispuestos en abanico, como si la arquitectura quisiera abrazar a quienes no tenían a nadie. El complejo fue construido con materiales robustos: piedra maciza, madera de roble, hormigón visto. La capilla, el aula múltiple, los dormitorios, el comedor, todo se dispuso en diferentes niveles, siguiendo la topografía del terreno. Desde cualquier punto los niños podían ver el agua del embalse. Fue, para muchos, el primer paisaje tranquilo tras el ruido de la guerra. Hoy el viento sopla a través de las ventanas rotas. Los mástiles donde alguna vez ondearon las banderas todavía están en pie, oxidados, frente a la montaña. La capilla aún conserva los tablones de la plataforma y el púlpito de madera. Quedan restos de guirnaldas, colgadas desde quién sabe cuándo, que parecen los últimos intentos de dar vida a un lugar que se apagó hace más de dos décadas. En los dormitorios, los techos se han derrumbado y los suelos crujen bajo el polvo. Las duchas aún conservan las jaboneras de cerámica, como si estuvieran esperando a niños que ya no volverán. En un rincón, la cabecera oxidada de una cuna confirma que allí dormían niños de todas las edades. En las paredes sobreviven algunos colores: rayas diagonales, patrones que alguna vez fueron alegres y ahora se mezclan con las grietas del tiempo. El internado funcionó hasta finales de los años noventa. Luego vino el abandono. Las comunidades vecinas recuerdan que allí se educaba a niños de pueblos cercanos, hijos de agricultores y desplazados. Algunos regresaban a casa los fines de semana; otros vivían todo el año entre las montañas. Fue un espacio de integración, un experimento pedagógico y humano que, con el paso de los años, se fue desmoronando al igual que su estructura. El deterioro es evidente. En lo que antes era la cocina, el techo está a punto de caerse. En el aula múltiple, las antiguas tablas aún conservan su marco de madera. En una habitación, alguien llamó la atención, tal vez un visitante reciente o un grafitero curioso. En otro, un cartel escolar sigue pegado con letras medio borradas: “Mobiliario e higiene personal”. Pequeñas huellas de una época en la que los niños llenaban de ruido los pasillos. La distribución del conjunto tenía un significado simbólico. Los seis dormitorios, ubicados en la parte más alta del terreno, estaban dispuestos a modo de abanico. Desde allí dominabas el paisaje y se veía la capilla al fondo. Martínez Sanabria buscó reproducir en su diseño la estructura de una vivienda: jerarquía, cercanía y protección. Quería que los niños sintieran que pertenecían a algún lugar, incluso si ese lugar fuera temporal. Hoy casi no queda nada de esa intención. Sólo el esqueleto de la obra. Los muros, aún firmes en algunos tramos, conservan la forma curva y los volúmenes geométricos propios del arquitecto, aunque este proyecto se aleja de su habitual trabajo con ladrillo. Aquí predominan la piedra, el cemento y la guadua. Una mezcla austera, resistente y que ha perdurado más de lo que nadie hubiera imaginado. Quienes acuden hoy al antiguo internado dicen que es un lugar hermoso y aterrador al mismo tiempo. Desde las ruinas, el embalse brilla como una promesa incumplida. Cada bloque, cada escalón cubierto de musgo, parece una pregunta sin respuesta: ¿cómo se puede dejar morir así una obra que alguna vez quiso salvar vidas? El Albergue Infantil Sesquilé fue, en su época, una de las obras más humanas de la arquitectura colombiana. Un intento de hacer del espacio un gesto de cuidado. Pero el olvido también tiene su arquitectura, y en Sesquilé se levanta, piedra a piedra, sobre lo que un día fue esperanza.

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