Fue referente en el Atlético de Madrid y en la Selección Colombia, a la que hoy ayuda a dirigir, mientras se forma como el entrenador que quiere ser. Cuando Luis Amaranto Perea aún era un joven lleno de sueños, dejó atrás Currulao, un caserío pegado a la selva del Urabá antioqueño. Tenía poco más que una maleta con ropa, unas gafas de sol gastadas y la idea fija de convertirse en futbolista. El resto –suerte, hambre, futuro– lo resolvería en Medellín, a donde llegó luego de pasar por Chigorodó, Necoclí y otros municipios donde aprendió a golpear la pelota. El primer equipo en el que probó sus cualidades con el balón fue el Deportivo Antioquia, equipo de Primera B. Lea también: El camino de Néstor Lorenzo, un entrenador que Colombia no creyó y que hizo invencible a la selección Amaranto Perea, el actual asistente técnico del ‘profé’ Néstor Lorenzo sabía que el fútbol, en Colombia, era una moneda lanzada al aire: unas veces caía del lado de los que tenían padrinos, otras de puro talento, y la mayoría de las veces no caía en ningún lado. Mientras esperaba que se decidiera la suya, tenía que sobrevivir. Lo hizo vendiendo helados. En los recreos escolares, en las puertas de los estadios, en las avenidas del centro, Amaranto llevaba una hielera de poliestireno al hombro y ofrecía paletas heladas. Rápidamente supo que la clave estaba en los niños: les enseñaba el helado, les dejaba mirar el color y fueron ellos quienes acabaron convenciendo a sus padres. Con suerte ganaba entre siete mil y quince mil pesos diarios. Me alcanzaba para comer, para el autobús, para seguir entrenando. Hasta que un día el destino, ese personaje caprichoso que suele decidir por todos en el fútbol, le echó una mano. El equipo “Big Boys” le ofreció su primer contrato. Fue poco, pero suficiente para dejar de vender palets. Luego llegó Independiente Medellín, y allí comenzó la historia que lo llevaría a Boca Juniors, al Atlético de Madrid y a vestir la camiseta amarilla de la Selección Colombia durante más de una década. Perea fue uno de los defensores más respetados del país a principios del nuevo milenio. Se decía que no tenía el talento exuberante de los demás, pero sí una cabeza fría y un sentido táctico admirable. Su carrera fue una lección de disciplina: del barro de Urabá al césped del Vicente Calderón, donde se ganó el respeto de Diego Simeone y la afición colchonera. La jubilación le planteó una cuestión que no se resuelve en la cancha: ¿qué hacer a continuación? La respuesta era obvia. Vuelve al fútbol, pero desde otro lugar. Así comenzó su camino como entrenador, un camino que no siempre fue amable. En el Junior de Barranquilla tuvo su primera gran oportunidad, pero no la mejor de las suertes. No consiguió los resultados esperados, el equipo no despegó y su salida fue casi silenciosa. Luego, durante meses, su nombre desapareció de las conversaciones sobre fútbol. Por eso sorprendió que, de repente, su nombre volviera a aparecer, esta vez junto al de Néstor Lorenzo, el técnico argentino elegido para liderar a la Selección Colombia rumbo al Mundial 2026. La noticia corrió rápidamente: Luis Amaranto Perea sería su asistente técnico. El anuncio generó reacciones divididas. Algunos celebraron que un exjugador con experiencia en Europa y conocimiento del vestuario tricolor regresara a la selección. Otros, más escépticos, señalaron que su carrera en los banquillos aún era corta y que su llegada se debía más a conexiones que a méritos. La verdad es que Amaranto sería un buen puente entre las generaciones que estaban en la Selección en ese momento. Quizás por eso Lorenzo lo quería a su lado. Porque más allá de las críticas, su presencia representa algo más profundo: la continuidad de una memoria futbolística. La de un defensa que supo lo que era ganar con sufrimiento, que aprendió a no darse por vencido incluso cuando tenía que vender helados para poder entrenar. Luis Amaranto Perea no es de discursos grandilocuentes. Prefiere hablar poco, observar mucho. Entiende que en el fútbol los héroes cambian rápidamente y que lo único que perdura es el trabajo. Hoy, a sus 45 años, no lleva una nevera de poliestireno sino un tablero táctico. Pero la mirada sigue siendo la misma: la de aquel niño de Urabá que apostó su futuro a una moneda en el aire y la vio caer, finalmente, de su lado.





