El tolimense Desiderio Ramírez llegó a Bogotá a fines de los años 80, el buen gusto de su producto lo hace hoy vendiendo 3.000 tamales todos los fines de semana en 1989, en cualquier rincón del vecindario Claret, al sur de Bogotá, un hombre llamado Desiderio Ramírez comenzó a escribir una historia que todavía continúa teniendo una boca completa de tamal. No tenía un plan maestro o un proyecto de vida en mente. El suyo era más simple: un amigo le pidió que preparara cien tamales para una reunión familiar. Desiderio aceptó y, sin proponerlo, descubrió el camino que le daría nombre y sustento durante más de tres décadas. Fue tan bien en ese lote que al día siguiente repitió la dosis. Cocinó otros cien, cargó la olla y se detuvo en la esquina de la carrera 32 con 44 South Street, en Claret completo. Los vendió a todos. Allí todo comenzó. Los tamales cuestan entre mil y tres mil pesos, dependiendo del tamaño y el bolsillo del cliente. La receta era de costumbre: arroz, guisantes, zanahoria y presa de pollo, envuelta en hoja de plátano. Había para todos: pequeños, medianos y grandes. El aroma corrió por la calle y los vecinos cayeron se rindieron. La recepción fue tanto que el propio Ramírez, un hombre robusto y bueno, terminó apodado «El Gordo». El nombre golpeó tanto como sus tamales. Desiderio vino de Guamo, Tolima, tierra de artesanos, agricultores y cocineros de datos antiguos. Había aprendido a preparar a Tamales en el restaurante Mi Viejo Tolima, en el vecindario de Gallerías, donde trabajó casi diez años. Allí entrenó en el momento en que luego le daría fama. En esa cocina entendió que un tamal no se mide solo por lo que tiene dentro, sino por el cuidado con el que está ensamblado y cocinado. Desde la plataforma hasta el restaurante para 1999, diez años después de haberse detenido con su olla en la esquina de Claret, Desiderio decidió dar el salto. Estableció un restaurante en la carrera 32 # 45A – 11 Sur, un lugar grande con capacidad para más de 150 personas y alrededor de 50 mesas. Desde entonces, la escena de todos los domingos es la misma: familias enteras que llegan de diferentes vecindarios, rangos de personas que esperan una mesa y hasta tres mil tamales vendidos en un solo fin de semana. El negocio dejó de ser un hombre con una olla. Con el tiempo, se convirtió en un negocio familiar, ya en manos de la segunda y tercera generación. Hoy, además de Tamales, ofrecen menús lácteos, mondongas y ejecutivos entre diez y veinte mil pesos. La variedad también creció: desde pequeños tamales que cuestan siete mil hasta el famoso «tamal voledo» de 17 mil, lo que combina la tradición de tolimenia con el lechoso. Para muchos Bogotá, pasar por Tamales El Gordo es casi una tradición. Cada diciembre, Shoot de ventas. El restaurante es pequeño, las cincuenta mesas no alcanzan y la espera se convierte en parte del ritual. «Son los mejores tamales de Bogotá», repiten clientes fieles, que llegan desde el norte de la ciudad solo para probarlos. La clientela es variada. A las cinco de la mañana, los primeros en llegar son los taxistas que terminan y los Transnochadores que buscan un mondongo para recuperarse de la fiesta. Luego están los empleados de la Escuela General de Santander, trabajadores de fábricas cercanas, grupos de amigos y familias completos. En el clarete, el desayuno con un tamal de El Gordo es casi tan común como beber rojo en la esquina. Como todos los negocios exitosos, el Fat Man también ha tenido sus obstáculos. Con la casi competencia, se ha presentado fricción, incluso reclamos por supuestos cambios en la receta, hasta el punto de terminar en la superintendencia de la industria y el comercio. Además, no hay falta de clientes despistados que crean que todas las posiciones de Tamales en el sector son de la misma familia Ramírez. Se ríe de esa confusión, pero aclara que su negocio es solo uno: las instalaciones de la raza 32. A pesar de la fama, Desiderio nunca pensó en abrir franquicias o expandirse a otras partes de la ciudad. Él dice que es «buscar problemas». Prefiere mantener el control, asistir en persona y asegurarse de que cada cliente esté satisfecho. Esa es la filosofía que posee el restaurante: cercanía y sabor, sin un gran artificio. Tamales El Gordo también es una fuente de empleo. Entre la cocina y el punto de venta, más de 15 personas trabajan directamente, además de aquellos que se refuerzan los fines de semana. No es solo un negocio familiar, sino un motor para vecinos y conocidos que encontraron una forma de ganarse la vida. Desiderio Ramírez no es una historia épica o una historia de superar cine. Es, más bien, la muestra de cómo una receta bien hecha, agregada a la constancia y la boca a la boca, puede convertirse en una tradición de la ciudad. Tres décadas después de esa primera comisión de cien tamales, su restaurante sigue siendo un lugar de pasaje obligatorio en el sur de Bogotá. En momentos en que muchas empresas apostan por expansión, franquicias y estrategias de marketing, Tamales El Gordo se lleva a cabo con algo mucho más elemental: un plato caliente, servido sin pretensiones, que reúne a taxistas, trabajadores, trabajadores de oficina y familias alrededor de una mesa de madera. Al final, la fórmula no tiene misterio. Es lo mismo que siempre: arroz, guisantes, zanahoria, carne y hoja de plátano. Lo que cambia es la mano de quién lo prepara. Y en Bogotá, muchos están de acuerdo en que esa mano, la de El Gordo Ramírez, no tiene comparación.





