La historia de la plaza de mercado de las Cruces, la más antigua de Bogotá que cumplió 100 años

La historia de la plaza de mercado de las Cruces, la más antigua de Bogotá que cumplió 100 años

A las seis de la mañana, cuando la niebla aún se aferra a los cerros y el aire huele a cilantro recién picado, doña Blanca Agudelo levanta la cortina metálica de su puesto en la plaza del mercado de Las Cruces. Lo hace con el mismo gesto que repite desde hace más de sesenta años, cuando era apenas una niña y su madre, doña Vitalia Díaz, la llevaba de la mano entre paquetes de patatas y cestas de tomates. “Aquí crecí”, dice con una sonrisa tímida, “entre lichis, guacales y verduras”. En este edificio centenario, que parece resistir las prisas modernas, Doña Blanca aprendió a medir el tiempo no por el reloj sino por las cosechas: la temporada del maíz, la temporada del tomate, la estación fría que rompe los dedos. Sus hermanos crecieron con ella entre los pasillos húmedos y las voces de los tenderos que se saludan por su nombre, como si el mercado fuera una gran familia. Plaza Las Cruces está en el corazón de Bogotá, en la Calle 1F y Carrera 4, en el barrio del mismo nombre. Allí, donde alguna vez convivieron trabajadores, artesanos y burgueses dueños de chircales y pequeñas fábricas, también nació Jorge Eliécer Gaitán, el líder liberal que soñaba con una Colombia más justa. A finales del siglo XIX, aquel barrio bullía con olor a barro cocido, a chimeneas y a pregones. El primer mercado se improvisó al aire libre, junto a la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, construida el 10 de diciembre de 1902. Aquella parroquia -hoy llamada Nuestra Señora del Carmen de las Cruces- dio nombre al barrio y atrajo la vida social de toda la zona. Hasta allí llegaban campesinos de Cundinamarca y Boyacá con sus mulas cargadas de plátanos, gallinas, maíz y queso. Colocaron toldos frente a la plaza principal, mientras el tranvía colonial traqueteaba hacia el oriente y los olores de las frutas se mezclaban con el humo de los ladrillos que ardían en las chircales. Pero el mercado creció más rápido de lo que el barrio podía contener. Las autoridades, preocupadas por la salud y el desorden, decidieron trasladarlo al terreno donde anteriormente funcionaba el monasterio de la Concepción, en la carrera 9 y calle 10. Allí nació la plaza central de Concepción, precursora del nuevo proyecto que cambiaría para siempre la vida de Las Cruces. El 7 de julio de 1925, Luis Calderón Tejada y Georgina López donaron a Bogotá el terreno donde se construiría el edificio que hoy, cien años después, sigue en pie. La construcción, que duró desde el 12 de octubre de 1925 hasta finales de 1928, estuvo a cargo de la empresa neoyorquina Ulen & Company. Los americanos trajeron planos y moldes desde Nueva York, con un estilo colonial modernista inspirado en el arte europeo. Utilizaron ladrillo de tablón y barro de los chircales del barrio, además de gres vitrificado de la fábrica de tuberías Moore, propiedad de un inglés que instaló su industria en la carretera 5A con calles 30A y 32 Sur. Así, con materiales nacidos del mismo suelo, se construyó una estructura en forma de H, con macizos muros, cornisas ornamentales y figuras de pavos reales fundidas en forja: símbolos de prosperidad y abundancia. Desde entonces, el edificio apenas ha cambiado. Los años, sin embargo, dejan huella. Los ladrillos, antaño rojizos, se han ido desmoronando debido a la humedad y el abandono. En 1997, durante la alcaldía de Enrique Peñalosa, el programa Misión Bogotá intentó restaurar la fachada con materiales de baja calidad, lo que terminó agravando su deterioro. Aun así, la plaza resistió. En 1983, fue declarado monumento nacional, reconocimiento a su valor histórico, arquitectónico y social. Durante la segunda mitad del siglo XX, la administración de la plaza pasó por varias manos. En los años sesenta pasó a depender de la Empresa Distrital de Servicios Públicos (EDIS), encargada también de los cementerios y la recogida de basuras. Esa entidad, que construyó la mayoría de las 19 plazas públicas de Bogotá, fue liquidada en 1994. Dos años antes, el alcalde Jaime Castro había abierto la puerta para que las plazas fueran administradas por cooperativas, con el apoyo de los alcaldes locales. En 2007, bajo el gobierno de Luis Eduardo Garzón, las plazas de mercado dejaron de depender de las alcaldías y pasaron al Instituto de Economía Social (IPES), que aún las administra. Un año después, esa entidad emprendió una modernización general con una inversión de 4 mil 500 millones de pesos, distribuidos en varios lugares, entre ellos Las Cruces. Entre todos esos años y roles, las verdaderas guardianas de la plaza han sido las mujeres. Mantienen el mercado sobre sus hombros, con paciencia y carácter. Doña Elsa Castillo Jiménez, por ejemplo, lleva cincuenta años regentando su tienda de comestibles. Abre de domingo a domingo y dice que lo único que no cambia en su rutina es su devoción a la Virgen del Carmen. «Antes de vender», recuerda, «lo consagrábamos todo a la Virgen: las judías, el arroz, los huevos… todo». Doña Elsa también recuerda las carretas tiradas por caballos que llegaban de los pueblos, cargadas de cebolla, panela y gallinas. Recuerda el bullicio, los gritos de los descargadores, los niños corriendo entre las piernas de las madres. Y aunque los tiempos han cambiado –ya no hay carretas, sino camiones; Ya no se pesa con balanza de hierro, sino con balanza digital: ella sigue ahí, firme, con el mismo delantal floreado de hace medio siglo. A cien años de su inauguración, la plaza del mercado de Las Cruces sigue siendo mucho más que un edificio: es una cápsula viva de la Bogotá que fue. Un lugar donde la historia no se cuenta en libros sino en aromas, en voces que se repiten cada mañana. Donde la ciudad nació con los pies descalzos, entre ladrillos, santos y pregones, todavía hay mujeres que sostienen la memoria con sus manos de cuero y su terquedad de hierro. Y cada día, al amanecer, cuando Doña Blanca abre su puesto y el sol comienza a brillar a través de los viejos vitrales, parece como si todo el pasado –el de Gaitán, el de los chircales, el de las carretas– volviera a respirar por un instante.

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