En el sur, en el sector tintal, Villa Mejía todavía se resiste, la casa colonial donde un campo excéntrico elevado, y hoy mantiene el misterio de su futuro antes de que Kennedy fuera Kennedy, antes de que se levantaran los juegos de ladrillos, los semáforos y los centros de compras, aquí solo había agua y hierba. Hojas interminables, humedales que parecían espejos y lagunas que sirvieron como hogar de los Muiscas, bajo el mando del jefe de techo. Todo eso cambió con la llegada de los españoles: distribuyeron tierra, elevaron las haciendas y rastrearon los primeros límites de lo que luego se llamaría la rueda. Lea también: La mansión abandonada de Víctor Carranza que ordenó construir en la cima de una montaña de una de esas propiedades, alrededor de 1780, brotó una casa que sobrevivió a la fiebre urbanizador del siglo XX: Villa Mejía. Una construcción de paredes anchas, tapia y azulejos coloniales que, dos siglos después, todavía se resiste rodeado de vías y sets residenciales. Lo curioso es que, a diferencia de otras casas coloniales, se carga con una leyenda que parece tomada de un circo: en sus patios había tigres y leones. El propietario de la extravagancia fue Pedro Mejía Tagasti, un personaje del cual casi no hay rastro en los periódicos y los recuerdos orales. Lo describen como un excéntrico que prefería a la compañía de felinos salvajes a la de cualquier vecino. Se dice que tenía jaulas en el patio, que alimentó a las bestias como que cuidan de un perro e incluso vino a caminar en su automóvil a través de la ciudad acompañada de algunos de sus leones. No era un rumor de esquina: había mosaicos con figuras de leones en la entrada de la casa, como impresiones que confirmaban esa rareza. El capricho le costó costoso. Criar bestias no es barata, y la obsesión terminó arruinando a Mejía. Lo que quedaba era la historia de un hombre que prefería hundirse con sus animales en lugar de liberarlos. Y la casa también era un testigo de ese delirio de Bogotá que hoy suena imposible: los leones en Kennedy. Con el paso del tiempo, Villa Mejía estaba cambiando a los propietarios y usos. Durante un tiempo, los religiosos agustinianos que organizaron retiros y coexistencia. Más tarde, la casa cerró, los boletos estaban llenos de gente y estaba en una especie de limbo. Desde la calle todavía ves las paredes, balcones, columnas de madera. Y en el piso, aunque ya se gastan, los mosaicos de Lions todavía están allí, recordando que esta no era cualquier hacienda. La paradoja es que, mientras Kennedy creció a un ritmo frenético en los años sesenta con el proyecto de techo de Ciudad, luego homenaje a John F. Kennedy, la casa estaba atrapada entre la modernidad. Por un lado, avenidas recién pavimentadas; Por otro lado, sets de vivienda populares. Y en el centro, Villa Mejía declaró un monumento nacional en 1975, pero condenado al confinamiento. Hoy, entrar en la casa es casi imposible. La entrada más cercana es de la Universidad de Uniagustinia, pero el acceso requiere permisos, llamadas y empresas que desaniman cualquier curioso. Desde el exterior, sin embargo, es posible notar que alguien lo habita. Hay flores cuidadosas, tenis en una ventana, detalles que indican que no está tan abandonado como muchos piensan. El misterio se alimenta de la contradicción: una casa colonial que podría ser un museo, biblioteca o centro cultural, pero que todavía está cerrado a la ciudad. Los historiadores y vecinos han planteado la idea de recuperarlo, de devolver un lugar en la memoria de Kennedy. Pero hasta ahora, no pasa nada. La casa está allí, como una cicatriz urbana. Tranquilo, rodeado de ruido. Sus paredes, que vieron humedales, haciendas, felinos salvajes, presidentes extranjeros y urbanizadores, ahora miran la vida cotidiana de un vecindario que se acostumbró a ignorarlo. Y tal vez ese es su último truco: sobrevivir en silencio, con la leyenda de los leones aún rugiendo en la memoria de quienes escucharon la historia.





